Pintar entre pensamientos la vida de Carmen
Con un lenguaje poético que recuerda al realismo mágico, comienza con una descripción del cuarto o del lugar donde se encuentra. Se alza la prematura edad temprana con el vicio de fumar a la vez prematuro. Sola, en su cuarto con su tocadiscos que realza el ambiente. Carmen mira al exterior por la ventana y empieza a enmarcar lo que pintaría a continuación en el cuadro, pero el nerviosismo le hace parar y empieza otra vez el cuadro pero esta vez con su visión particular y bajo mi opinión se sumerge en la preparación mental del nuevo cuadro. Le vienen al pensamiento quizás de su trabajo y recuerdos pasados. Para de pensar y pone un disco, se maquilla y se sitúa en el futuro con el que ella sueña en el que su alma gemela o su amor le acompañe en sus viajes o en su cara opuesta, solitaria.
Migue
Desdibujar una vida
La vida de una chica que ha roto bruscamente con la infancia. Un cuartucho lleno de recuerdos. Una vida rota por la dureza de la vida. Este poético relato nos transporta de la belleza de la infancia a la amargura de una soledad cruel, el oficio más antiguo del mundo, en el que se ve atrapada una niña de 14 años. Pero todo eso hay que desgranarlo palabra por palabra,, en un texto plagado de metáforas y reminiscencias para crear el ambiente y la psicología en los que se desenvuelve el personaje. Nunca dice que se trate de una prostituta, pero se intuye en las pinceladas que, como en la propia historia, dibujan un cuadro (abstracto, impresionista, surrealista...), donde cada elemento se coloca en el sitio que le corresponde para dar lugar a una composición armónica. El autor consigue, con su prosa poética, con frases cortas como trazos gruesos -como telegramas, de ahí el título del libro-, cargada de simbolismos, diciendo sin decir, componer un relato en la que los recuerdos son los que definen al personaje y es el lector el que, leyendo entre líneas, se forma su propia historia, más o menos cercana a la intención primaria. Llama la atención que el texto nos presenta a un personaje que lleva una vida amarga, sin embargo todo está contado a través de una bucólica escena en la que una joven pinta un cuadro, tras el que se esconde la historia real, pura y dura, mucho más profunda.
Jose León
Adolescencia truncada / La voz de Sinatra / El asiento trasero del coche
Este relato va de la pérdida de la inocencia, de la adolescencia truncada, y transmite una gran melancolía por lo que ya nunca será y nostalgia por lo que fue robado. En la forma destaca la ausencia de párrafos, las frases cortas y seguidas, la falta de mayúsculas y la concatenación de imágenes. Este estilo ayuda a introducirnos en el divagar de pensamientos de la protagonista y a transportar sus sentimientos al lector. El contenido es en su mayor parte recuerdos que ayudan a escapar a Carmen de sus problemas y una fotografía de su situación actual en la que se da a entender que es víctima de la prostitución infantil. Es un texto corto en el que las licencias que se toma el escritor pueden interponerse en el disfrute del relato, especialmente al principio, pero que también transmiten la necesidad de escapar y la añoranza por un tiempo perdido de forma notable.
José Barra
Sin título
El texto nos narra una historia en la vida de una prostituta que ha dejado la casa familiar y malvive en un cuartucho. Sólo las cartas le unen aún a la familia y al pasado, las cartas y las ilusiones amorosas que aún plasma en los cristales. Ese pasado se acaba en una mal polvo en los asientos traseros de un coche. Acabaron las chuches, las convivencia con su hermano Paquito, la cocina materna... Ya no hay vuelta atrás. Sólo un amor nuevo (o tal vez perdido), podría sacarla de ese largo invierno en el que se ha convertido su vida. Eso supondría la llegada de una nueva primavera: un nuevo renacer amoroso, vital, personal.
Jose Lorente
sábado, 27 de julio de 2013
viernes, 26 de julio de 2013
Presa del insomnio
Lo que más me asustaba de haber perdido a un búho real -especie en peligro de extinción-, en la mesa de operaciones el primer día de mi trabajo como médico residente era que no me preocupaba.
La psiquiatra tutora de mis prácticas -debido, por qué no decirlo, a mis antecedentes- que vino a casa a hacerme un informe forense se sorprendió de que conocía de algo el pequeño estudio en el que vivía en la Alameda. Indagando un poco, también para romper el hielo, descubrimos que había estado allí con una amiga en alguna ocasión, con el anterior inquilino. Le conté por encima la historia de cómo encontré el piso y le hablé de mis caseros, que preferían alquilar a un precio económico pero asegurarse de que la persona que viviera allí les cuidase la vivienda. Y yo siempre había sido un manitas y tenía muy buen gusto -no por que yo lo dijera- para la decoración. Me había ganado así su aprecio y confianza, gracias a mi formalidad.
Al colocar las butacas, una frente a la otra, en el poco espacio habitable junto a la cama -lo cual me ponía nervioso al compartir ese rincón tan íntimo con una mujer que en verdad me resultaba atractiva y me provocaba mucho morbo-, retiré la papelera y, sin saber por qué, de forma automática, se la entregué como para que husmeara a fondo en mis secretos e intimidades más profundos. Al fin y al cabo, no tenía nada que esconder.
Mientras acomodaba un poco la estancia, ella se dedicó, no con demasiado interés, a sacar los papeles del cesto, momento en el que me arrepentí de aquel gesto inconsciente, pues empezaron a aflorar las fotos de tías buenas desechadas después de una noche de recortes para hacer collage. Sin embargo, no hizo absolutamente ningún comentario, ni siquiera puso caras raras.
Y es que, como le expliqué tras la operación y fue lo que motivó esta exploración forense, había pasado la noche en vela presa del insomnio. Pensándolo bien, no debía haber pisado la sala de Cirugía. Debía haberlo comunicado a mi superiores pero, por alguna razón que desconocía, no lo hice.
Sin saber por qué, sin que viniera a cuento, le conté la historia de una gata callejera de piel moteada a la que puse el nombre de Raza y que, asombrosamente, mi madre me permitió adoptar pese a que ya había cedido con el perro de mi hermano en su negativa a tener animales en casa. Se lo conté para hacerle ver mi amor por la naturaleza y por los animales, razón por la cual me dolía especialmente la pérdida entre mis manos de la vida de ese pobre búho real en peligro de extinción, herido de muerte...
por Jose León
La psiquiatra tutora de mis prácticas -debido, por qué no decirlo, a mis antecedentes- que vino a casa a hacerme un informe forense se sorprendió de que conocía de algo el pequeño estudio en el que vivía en la Alameda. Indagando un poco, también para romper el hielo, descubrimos que había estado allí con una amiga en alguna ocasión, con el anterior inquilino. Le conté por encima la historia de cómo encontré el piso y le hablé de mis caseros, que preferían alquilar a un precio económico pero asegurarse de que la persona que viviera allí les cuidase la vivienda. Y yo siempre había sido un manitas y tenía muy buen gusto -no por que yo lo dijera- para la decoración. Me había ganado así su aprecio y confianza, gracias a mi formalidad.
Al colocar las butacas, una frente a la otra, en el poco espacio habitable junto a la cama -lo cual me ponía nervioso al compartir ese rincón tan íntimo con una mujer que en verdad me resultaba atractiva y me provocaba mucho morbo-, retiré la papelera y, sin saber por qué, de forma automática, se la entregué como para que husmeara a fondo en mis secretos e intimidades más profundos. Al fin y al cabo, no tenía nada que esconder.
Mientras acomodaba un poco la estancia, ella se dedicó, no con demasiado interés, a sacar los papeles del cesto, momento en el que me arrepentí de aquel gesto inconsciente, pues empezaron a aflorar las fotos de tías buenas desechadas después de una noche de recortes para hacer collage. Sin embargo, no hizo absolutamente ningún comentario, ni siquiera puso caras raras.
Y es que, como le expliqué tras la operación y fue lo que motivó esta exploración forense, había pasado la noche en vela presa del insomnio. Pensándolo bien, no debía haber pisado la sala de Cirugía. Debía haberlo comunicado a mi superiores pero, por alguna razón que desconocía, no lo hice.
Sin saber por qué, sin que viniera a cuento, le conté la historia de una gata callejera de piel moteada a la que puse el nombre de Raza y que, asombrosamente, mi madre me permitió adoptar pese a que ya había cedido con el perro de mi hermano en su negativa a tener animales en casa. Se lo conté para hacerle ver mi amor por la naturaleza y por los animales, razón por la cual me dolía especialmente la pérdida entre mis manos de la vida de ese pobre búho real en peligro de extinción, herido de muerte...
por Jose León
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