viernes, 26 de julio de 2013

Presa del insomnio

Lo que más me asustaba de haber perdido a un búho real -especie en peligro de extinción-, en la mesa de operaciones el primer día de mi trabajo como médico residente era que no me preocupaba.
La psiquiatra tutora de mis prácticas      -debido, por qué no decirlo, a mis antecedentes- que vino a casa a hacerme un informe forense se sorprendió de que conocía de algo el pequeño estudio en el que vivía en la Alameda. Indagando un poco, también para romper el hielo, descubrimos que había estado allí con una amiga en alguna ocasión, con el anterior inquilino. Le conté por encima la historia de cómo encontré el piso y le hablé de mis caseros, que preferían alquilar a un precio económico pero asegurarse de que la persona que viviera allí les cuidase la vivienda. Y yo siempre había sido un manitas y tenía muy buen gusto -no por que yo lo dijera- para la decoración. Me había ganado así su aprecio y confianza, gracias a mi formalidad.
Al colocar las butacas, una frente a la otra, en el poco espacio habitable junto a la cama -lo cual me ponía nervioso al compartir ese rincón tan íntimo con una mujer que en verdad me resultaba atractiva y me provocaba mucho morbo-, retiré la papelera y, sin saber por qué, de forma automática, se la entregué como para que husmeara a fondo en mis secretos e intimidades más profundos. Al fin y al cabo, no tenía nada que esconder.
Mientras acomodaba un poco la estancia, ella se dedicó, no con demasiado interés, a sacar los papeles del cesto, momento en el que me arrepentí de aquel gesto inconsciente, pues empezaron a aflorar las fotos de tías buenas desechadas después de una noche de recortes para hacer collage. Sin embargo, no hizo absolutamente ningún comentario, ni siquiera puso caras raras.
Y es que, como le expliqué tras la operación y fue lo que motivó esta exploración forense, había pasado la noche en vela presa del insomnio. Pensándolo bien, no debía haber pisado la sala de Cirugía. Debía haberlo comunicado a mi superiores pero, por alguna razón que desconocía, no lo hice.
Sin saber por qué, sin que viniera a cuento, le conté la historia de una gata callejera de piel moteada a la que puse el nombre de Raza y que, asombrosamente, mi madre me permitió adoptar pese a que ya había cedido con el perro de mi hermano en su negativa a tener animales en casa. Se lo conté para hacerle ver mi amor por la naturaleza y por los animales, razón por la cual me dolía especialmente la pérdida entre mis manos de la vida de ese pobre búho real en peligro de extinción, herido de muerte...
por Jose León

No hay comentarios:

Publicar un comentario