lunes, 5 de agosto de 2013

El coche a pedales


Fui un niño feliz. De eso no me cabe duda. No me faltó de nada. Mi padre era médico y no pasábamos necesidades económicas. Tampoco me faltaba cariño, lo cual era más importante. Crecí siendo un niño travieso y espabilado. Feliz, confiado. Algo que puede corroborar esto que cuento, aunque no tiene por qué, es el hecho de que tuve muchos juguetes a lo largo de mi infancia. Tantos que apenas puedo recordar uno en especial. Quizá el primero del que tengo memoria es el de un conjunto de monos acróbatas de fieltro que se pegaban entre sí con velcro y colgaban de un columpio pendiente del techo. Uno era rojo, otro azul y otro verde. Pulularon por mi casa durante bastante tiempo y reaparecieron del baúl de los recuerdos cuando ya era casi un adulto. A pesar de que hoy me considero pacifista, crecí con un par de juguetes bélicos: una metralleta que emitía luces y sonidos y que me hacía sentir bastante chulo, y un geyperman con tanque y todo, que también me hizo mucha ilusión.


Tengo un recuerdo muy vago del que quizá fue el más especial. Un coche rojo a pedales con el que aprendía a conducir. Sí, porque eso parece que no pero debe de quedar grabado de alguna manera para cuando te examinas del práctico una vez eres ya mayor. Nada que ver con los coches eléctricos ni robustos de ahora. El mecanismo era diferente, no eran pedales como los de las bicicletas, no tenía cadenas, la verdad no sé cómo describirlo, quien haya vivido en aquella época sabrá de qué estoy hablando. Nos dimos unas buenas carreras por los alrededores del chalet -sí, éramos tan pudientes que hasta teníamos chalet-. Se accedía al garaje por una rampa y esa era nuestra pista de lanzamiento. Menudos derrapes y caídas. Para qué íbamos a necesitar un motor. Lo malo eran las discusiones para ver a quién le tocaba y cuánto rato debía estar cada uno. En fin cosas de niños.

Jose León

No hay comentarios:

Publicar un comentario